sábado, 23 de octubre de 2010

EPICURO: El placer, principio y fin de la felicidad (Carta a Meneceo)

EPICURO:
El placer, principio y fin de la felicidad (Carta a Meneceo)

Y de manera parecida hay que pensar que de los deseos, unos son naturales, otros vanos; y de los naturales, unos son necesarios, otros sólo naturales y de los necesarios, unos son en orden a la felicidad, otros para el bienestar del cuerpo, otros para la vida misma.  De hecho, un conocimiento firme de ellos sabe hacer referir toda elección y repulsa a la salud del cuerpo y a la tranquilidad del alma, puesto que ése es término final de la vida feliz.  En efecto, a eso tienden todas nuestras acciones, a no tener sufrimiento ni turbación alguna.  Cuando alcancemos eso, se calmará toda tempestad del alma, al no tener el ser viviente nada que apetecer porque le falte, ni que buscar otra cosa cuando complete el bien del alma y del cuerpo.  Sólo tenemos necesidad de placer cuando sufrimos por su ausencia; pero cuando lo sentimos, no tenemos necesidad de placer.
Por eso decimos nosotros que el placer es el principio y el fin de la vida feliz.  Sabemos que él es el bien primero y connatural, y de él toma comienzo todo acto nuestro de elección y de repulsa, y a él retornamos juzgando todo bien, tomando como norma la afección.  Y porque esto es el bien primero y connatural, por eso también no elegimos todo placer, sino que hay ocasiones en que nos desentendemos de muchos, cuando de ellos se sigue mayor molestia, y estimamos a muchos dolores preferibles a los placeres, cuando se nos siguen mayores placeres por haber soportado durante mucho tiempo los dolores.  Todos los placeres, por su condición de connaturales a nosotros, son, pues, bienes: pero no todos hay que elegirlos, como todos lo dolores son malos, pero no de todos ellos hay que huir.
En orden al cálculo y a la consideración de las cosas útiles y perjudiciales, hay que hacer un discernimiento de todas esas cosas.  Pues en ocasiones experimentamos el bien como un mal, y, a la inversa, el mal como un bien.
Consideraremos cono un gran bien la independencia de los deseos, no porque en absoluto debamos tener tan sólo lo poco, sino porque, sino tenemos lo mucho, sabemos contentarnos con lo poco, sinceramente convencidos de que disfrutan con más placer de la abundancia los que menos necesidad tienen de ella, y que todo lo que es natural, es fácil de procurar, y lo vano, difícil de conseguir.  Los manjares frugales proporcionan un placer igual que un trato suntuoso, cuando ha desaparecido todo el dolor de la necesidad, y pan y agua dan el placer más grande cuando se tienen a mano los alimentos que se necesitan.  El acostumbrarse a un trato de vida sencillo y frugal, por una parte, ayuda a la salud y hace al hombre más ágil para atender a las tareas necesarias de la vida, y por otra, cuando a intervalos nos damos a la vida refinada, nos hace más dispuestos y más intrépidos para afrontar los lances de la fortuna.
Por tanto, cuando decimos que el placer es el bien supremo de la vida, no entendemos los placeres de los disolutos y los placeres sensuales, como creen algunos que desconocen o no aceptan, o interpretan mal nuestra doctrina, sino el no tener dolor en el cuerpo ni turbación en el alma.  Pues, ni banquetes ni fiestas continuas, ni placeres de jóvenes y mujeres, ni peces ni cuanto pueda ofrecer una mesa bien abastecida, causa la vida feliz, sino una razón vigilante que investiga las causas de toda elección y repulsa, y que aleja las falsas opiniones de las cuales las mas de la veces se origina la turbación que se apodera de las almas.
De todas estas cosas el principio y el bien supremo es la prudencia; por eso, la prudencia es más estimable que la filosofía, y de ella proceden todas las demás virtudes, enseñándonos que puede haber vida feliz sin la prudencia, la bondad y la justicia y que la prudencia, la bondad y la justicia no pueden darse sin la felicidad.  Pues las virtudes son connaturales a la vida feliz, y ésta es inseparable de aquéllas.

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